Turno de noche en el Hospital General de Valencia, justo en la parte baja de la cuidad, muy cerca del nuevo cauce del río...
Nunca
le
había
dado
demasiada
importancia,
¡Son
cosas
que
pasan!, solo suceden,
están,
lo
mejor
es
ignorarlas
como
si
no
existieran,
no
hacerles
caso,
dejarlas pasar....
Desde
entonces,
no puedo.
Desde
aquel
día
eterno
del
mes
de
febrero, las cosas
invisibles
rivalizan con
las
visibles
convirtiendo
en
palpable,
todo
aquello
que,
por
su
naturaleza,
no
debería estar
ahí, o tal vez si, no lo sé...No
escucho
nada,
solo
un
pellizco
en
los
limites
de
la
intuición y un
dedo impreciso
arañando
mi frente, entonces,
algo empuja mis ojos que
se detienen en un punto
muy concreto, ¡y ahí
está!, una alargada
sombra que se extiende como un borrón sobre el papel blanco, la
chispa
de
un
segundo,
un instante robado al transito global del tiempo en el universo, la
veo, como
quien
ve
una
ola
gigante
acercándose
a la playa, capaz
de
imponer con su
presencia
un
halo
maligno e
hipnótico.
Antes,
solo
hubiera
sentido
un
leve
rubor,
un
escalofrío o un
algo
irreconocible
visto
a
través
del
rabillo
del ojo, ahora,
desde
hace
un
tiempo,
desde
aquel
día
lluvioso y triste,
veo
una
sombra, autentica,
reconocible,
real
como
las
estrellas
que
cuelgan
del
cielo
en
las
noches
mas
abiertas
del
verano, no se cuando
cambio la percepción, o si la provoca algún tipo de matiz de la
realidad que solo yo puedo ver, o algo interno que subyace en los puntos mas desconocidos de mi propio ser. No
hay
explicación,
no
es
nada, solo,
está
ahí, una
mancha
negra
y
con
ella,
una
descarga
de
electricidad
y un
latigazo muy
fiero en
la
boca misma
del
estómago,
allí donde
las
tripas se juntan con
la
esencia
que
nos
hace
seres
humanos.
No
hay
miedo,
¡que
extraño!,
¿acaso
curiosidad?...un
poco.
Suspiro
profundamente y...
se
va.
Otras
compañeras
también
han
visto
algo,
cosas
extrañas
que
cada
una
interpreta
a
su
manera;
algunas se
ríen
sin
darle
importancia
utilizando
la
ignorancia
como
una
útil
y
eficaz
defensa, otras,
reconocen
lo
evidente
dejando
a
la
interpretación
de
su
imaginación
las
causas
últimas
de
aquello...y
algunas
mas,
no
ven nada,
o
eso
dicen,
y
apenas
muestran
interés
por
esos
temas,
¡cosas
del
estrés
o
del
cansancio!,
suelen
decir.
Sucede
cerca
de
agujero
de
la
segunda
planta, un
viejo
descargadero
de
ropa
caído
ya
en
desuso,
un
orificio muy estrecho
oprimido
entre
los
antiquísimos
ladrillos
de
la
pared
del
hospital y
que
conectaba
esa
planta
con
la
lavandería
abandonada
del
subsuelo del edificio.
Ya
no
sirve
para
nada,
pero
sigue
ahí, nadie
había
pensado
que,
quizás,
lo
mejor sería
tapiarlo,
cegarlo
para
siempre,
convertirlo
en
una
cicatriz
indolora
de
pintura
fresca
resaltando
sobre
el
resto
de
la
ennegrecida
pared,
jamas repintada.
Dicen
que,
hace
años,
un
niño
pequeño
se
cayó por
el
viejo
agujero y
murió;
¡leyendas
urbanas
de
hospital!,
es
posible. Los
hospitales
habitan
en
limbos
perdidos,
en
tierras
de
nadie, la
mayoría,
son
engullidos
por
las
ciudades
en
su
imparable
expansión
convirtiéndose
en
engendros,
en
edificios
apestados,
en
miembros
de
un
cuerpo
situados
en el lugar
equivocado; los
hospitales, por su
intrínseca naturaleza,
pertenecen
a
los
extrarradios
de
las
ciudades y
ahí
deben
estar,
al
igual
que
los
cementerios
o
las
desangeladas
rotondas, círculos
inmensos sin vida que
anudan
con
eficacia los
distintos
barrios
que
se
extienden
mas
allá
de los centros
urbanos. El
Hospital
General
de
Valencia es
un
miembro exento de cuerpo,
un
monstruo
blanco
insertado
entre
las
feas
casas de
renta
antigua
del
Barrio
de
la
Luz, pertenece
a
la
ciudad,
pero hace tiempo quedó olvidado
por
ella,
igual que los
niños
caprichosos
olvidan
sus
juguetes
al
termino
de
la
primera
y
fulgurante
emoción, nada
mas
triste
que
un
juguete
olvidado
por
un
niño
caprichoso,
su
alma
se
pudre
mientras
le
invade
una
fina
e
incolora
capa
de
polvo...
***
Luis
siempre me
recogía
en
la entrada del hospital.
Aparcaba el
coche,
no
demasiado
lejos de
la
puerta
principal del edificio
y
merodeaba
de
un
lado
a
otro
por
las
calles
mas
cercanas, luego,
me
hacia
esperar
cinco
minutos,
o
diez,
nunca
más de diez..mas
hubiera
sido
demasiado
tiempo.
Yo
lo
sabía, así que antes
de
acabar
de
trabajar,
al
pasar
revista
al
último
paciente o
mientras
dejaba
en
la
taquilla
del
vestuario
el
lechoso
traje
de
enfermera
y
los
pesados
zuecos,
ya
lo
imaginaba
paseando
por
la
Avenida
de
Tres
Cruces con
las
manos
en
los
bolsillos y
mirando
a
los
arboles
o
a
los
edificios. Luis
lo
observaba
todo
con
esa
mirada
lejana
propia
de
los
que siempre miran
el
mar;
mirada
verde, indescifrable
y
soñadora. Le
encantaba
mirar
hacia
arriba,
a
las
cosas
mas
altas,
nunca
supe
por
qué. En
los
momentos
de
pacifico
silencio le
sorprendía
mirando
a
la
flor
de
algún
árbol,
o
a
una
hoja,
o
a
las
altas
figuras
que
rematan los
monumentos
y
las
estatuas urbanas, cualquier
cosa
que
estuviera
a
mas
de
cinco
metros
por
encima
de
su
cabeza.
Era
febrero y la tarde era
fresca, mas
propia
de
una primavera primeriza
que del crudo invierno, la
brisa, pacifica y
cautivadora, soplaba
a
ráfagas,
iba
y
venia
oscilante
y
caprichosa
arrastrando junto a ella olores indefinibles y vagos recuerdos de
sonidos muy lejanos. Producto de la tranquilidad, la calle tenía
eco, algo muy propio de los suaves atardeceres del invierno en la
ciudad. El cielo, límpido y despejado, estaba azul, un azul puro de
barniz reluciente
Esta
vez,
no
tardo..
-¡Chico,
que
raro, tú tan
puntual!..
Al
salir
del
hospital,
allí
estaba, plantado
como
un
pino,
en
la
puerta
principal del edificio,
junto
a
la
enorme
cancela
de
hierro verdoso,
cosido
al
suelo, enraizando
en
infinitas
ramas muy dentro
de
mi corazón.
(Aun le veo cada
día,
permanece firme
como
las
raíces
de
un
sauce,
eterno
como
el
olor
del
jazmín
en
las
mañanas
de la primavera, pero solo
es
un
deseo,
filtrándose
a
través
de
la
memoria,
deslizándose
por
la
extraña
grieta
que
se
abre
desbocada
en
las
entrañas
de
mi
corazón.)
Continuara...
Continuara...